Recientemente ingresó un señor por un cólico nefrítico en mi hospital. Un caso rutinario para cualquier urólogo, con una piedrecita de 2 mm que fue expulsada a las 48-72 horas del ingreso, pero que hasta la expulsión produjo mucho dolor al paciente. Ninguna particularidad, un cólico cualquiera de los muchos que ingresan cada semana.
Al cabo de 1 mes me llegó una carta a través del servicio de Atención al Paciente, en la que el señor se quejaba de la atención que había recibido por mi parte. No voy a entrar en detalles, pero en definitiva me acusaba de no haberlo visto en las primeras horas cuando todavía estaba aislado pendiente del resultado de la PCR de covid, de no haberle explorado, de responderle sin más explicaciones que era normal que orinara sangre, de entrar a la habitación a verlo ya informado por enfermería de su estado cuando era él quien me tenía que informar, etc. Confieso que me disgusté mucho con la carta, era la primera vez en 23 años que un paciente se quejaba tan amargamente de mi atención. Revisé la historia clínica para intentar recordar mejor el caso y humildemente decidí llamar al paciente para disculparme por los errores que hubiera podido cometer. El señor me agradeció la llamada y, en resumen, me explicó que «no se había sentido acompañado» durante el ingreso.
Cuando intento analizar lo sucedido, encuentro algunos errores míos. Sin duda pude haber descuidado algunas cosas quizás por la presión asistencial de aquellos días. He de decir, que siempre me ha importado mucho la empatía con los pacientes y su satisfacción con el trato recibido. Sin embargo, en las circunstancias actuales derivadas de la pandemia, creo que existen algunos factores que no ayudan demasiado. En primero lugar, intuyo que la mascarilla constituye un obstáculo para empatizar con el paciente. Nadie duda de que la expresión de nuestra cara, como un gesto o una simple sonrisa, transmiten calidez ante una situación adversa para el que tenemos enfrente. En segundo lugar, después de ya varios meses de pandemia, los médicos hemos mecanizado el evitar el contacto físico con el paciente, siempre que no sea estrictamente necesaria alguna exploración. Por ejemplo, yo siempre acostumbraba a saludarles o despedirme dando la mano, o la ponía sobre su hombro, su espalda o su pierna si estaban encamados. Esta cercanía también la hemos perdido.
Sin querer esconder mis errores detrás de una mascarilla o de un distanciamiento físico, sí creo que el coronavirus nos trae algunos elementos que restan empatía, confianza, calidez o sensación de cercanía a la relación médico-paciente. Por eso, una de mis reflexiones tras aquel incidente fue pensar que en las circunstancias actuales los médicos debíamos esmerarnos más si cabe en cuidar nuestra atención, nuestras palabras o nuestros gestos, para compensar la frialdad de la distancia o todo aquello que el paciente no puede percibir detrás de una mascarilla.
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